Los fundadores de los Estados Unidos de América anticiparon su temor que los gobernara un dictador o un rey. Por ello, diseñaron un Poder Legislativo fuerte, una Suprema Corte de Justicia, por encima de todo; y un Ejecutivo débil y subordinado. Anticiparon, con habilidad y privilegiada inteligencia, los riesgos del poder en manos de un solo hombre. Y con la presencia de Donald Trump, confirman que no se equivocaron. Washington renunció a la posibilidad de ejercer el mando ejecutivo por un tercer periodo, estableciendo una regla que, solo interrumpida por Franklin Delano Roosevelt, ha mantenido en crecimiento la democracia estadounidense, superando sus falencias, sin recurrir a la figura del caudillo, providencial o mesiánico como nos ha ocurrido a los latinoamericanos, europeos, africanos y asiáticos.
Trump es la más cercana figura de un caudillo de república bananera. Superándolos en su pasión por el poder, ánimo vengativo y disposición para imponer su voluntad por encima de todas las consideraciones dictadas por las costumbres y las leyes. Recuerda las tentaciones monumentales de Hitler, la operística verborrea de Castro y le hace cosquillas en el trasero a la conducta vengativa de Zelaya, Mobuto y Putin. En su vocación por buscar culpables por el supuesto decrecimiento del empleo y el crecimiento de la delincuencia a los inmigrantes, recuerda a Hitler que hizo de los judíos el chivo expiatorio.
En fin, su prepotencia cinematográfica, su competencia imperial, que promete que en tres días resolverá los conflictos militares que enfrenta el planeta, evitando la III guerra mundial, permiten una conclusión: Trump representa la más seria prueba para que operen las instituciones estadounidenses, y que la democracia y el Estado de derecho occidental pueden sobrevivir a otra presidencia suya; y a Vance su aparente sucesor.
Partiendo de la consideración que Trump se imagina y así lo consideran “un enviado de Dios” que, incluso es protegido, cuando un joven, sin saber los motivos; pero creado en una sociedad violenta como la suya, pretendió terminar con su vida sobre la tierra.
La elección de Trump será un síntoma de la crisis moral de la población de los Estados Unidos. Porque Trump, igual que Hitler, es un hombre popular que tiene muchas posibilidades de ser elegido para un segundo periodo de cuatro años en la Presidencia de los Estados Unidos. Y esa elección, como dijeron hace mucho tiempo, tendrá efectos inmediatos en América Latina y en el mundo. Más si los electores le dan mayoría en el Legislativo al Partido Republicano.
Contrario a lo que predica Trump, sobre la supuesta inferioridad de Estados Unidos, esta nación encabeza el mundo libre y democrático frente a la amenaza del bloque antidemocrático, integrado por China y Rusia. Y si Estados Unidos, bajo la conducción de Trump, como predica, asume una postura amistosa, más allá de la cesión en principios y valores, especialmente en lo referido a la legitimación de territorios, mediante la ocupación militar, pondrá al mundo de rodillas; le abrirá el camino a Rusia para que domine a Europa.
El “trumpismo” tiene admiradores en todas partes. En Estados Unidos parecía no despertar el miedo que en Francia provoca la ultraderecha. La izquierda y el centro, la frenaron en las urnas. En Estados Unidos empiezan a preocuparse.
La renuncia de Biden a la reelección es un buen síntoma. En Honduras, el regreso de Trump se asocia con la derrota de Zelaya y Moncada en las elecciones de 2025. Pero no se valora lo importante: el problema de los emigrantes, en tránsito y establecidos —sin documentación –, en una sociedad que, aunque necesita su músculo y su voluntad de trabajo, no los valora suficientemente. Pero, Honduras –dolorosamente– vive de ellos.