En el centro de Roma, en lo alto del monte Esquilino, se encuentra una basílica que trasciende su valor arquitectónico o su función litúrgica. Santa Maria Maggiore (Santa María la Mayor) es un núcleo espiritual, el templo más antiguo de Occidente dedicado a la Virgen.
El papa Francisco escogió este espacio emblemático para ser enterrado, en lugar de la solemne Basílica de San Pedro, donde descansan la mayoría de sus predecesores. Esta decisión condensa su biografía, su papado y su visión de Iglesia: cercana al pueblo, mariana, sencilla.
Una nevada en verano: la leyenda que inspiró una basílica

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La historia de Santa Maria Maggiore combina mito, fe y teología. Según la tradición recogida en documentos medievales y crónicas, en el año 358, un matrimonio romano sin hijos soñó con la Virgen, quien les pidió construir una iglesia en el lugar donde nevara en pleno mes de agosto.
Al mismo tiempo, el papa Liberio tuvo el mismo sueño. Al amanecer del 5 de agosto, la cima del monte Esquilino apareció milagrosamente nevada. Era el origen de la Basílica Liberiana, más tarde conocida como Santa Maria ad Nives. Este episodio se conmemora cada año con una lluvia de pétalos blancos durante la liturgia del 5 de agosto.
De la leyenda al dogma
Más allá de la leyenda, su fundación tiene un motivo doctrinal clave: el Concilio de Éfeso (431) proclamó uno de los dogmas más trascendentales de la cristiandad: María no es solo madre de Cristo en su humanidad, sino Madre de Dios, Theotokos, “la que da a luz a Dios”.
Esta definición, central para la cristología, inspiró al papa Sixto III (432–440) a edificar la primera basílica mariana de Occidente, cuyo diseño sigue el modelo paleocristiano: una nave central elevada, columnas jónicas, un ábside profundo, y una luz que fluye hacia el altar como signo de la presencia divina.
El pesebre de Jesús en el corazón de Roma
A partir del pontificado de Teodoro I (642–649), la Basílica de Santa Maria Maggiore empezó a conocerse también con el título de Sancta Maria ad Praesepem (Santa María del Pesebre).
Este nombre respondía a la presencia de reliquias del pesebre del Niño Jesús en Belén, que se llevaron a Roma desde Tierra Santa en los siglos VI y VII. Según la tradición, se conservan en la basílica cinco delgadas láminas de madera de sicómoro (ficus sycomorus), el árbol mencionado en varios pasajes bíblicos y común en Palestina. Estas piezas de madera forman parte del relicario que se encuentra en la cripta del altar mayor. La veneración de estas reliquias convirtió a esta basílica en una especie de Belén occidental. Fue también un foco de atracción para los peregrinos que no podían llegar a Tierra Santa.

La elección del papa Francisco cobra aún más sentido en este contexto. Decidió descansar junto al pesebre, el lugar donde Dios se hizo pequeño, vulnerable y accesible al pueblo. Y esto, en el pensamiento de Francisco, es la esencia del cristianismo.
Siete papas eligieron ser enterrados en Santa Maria Maggiore antes que él: Honorio III (1216–1227), Nicolás IV (1288–1292), Pío V (1566–1572), Sixto V (1585–1590), Clemente VIII (1592–1605), Pablo V (1605–1621) y Clemente IX (1667–1669). Muchos de ellos promovieron reformas, ampliaciones o donaciones al templo, y algunos, como Pío V o Sixto V, mantuvieron una relación especialmente estrecha con la liturgia de esta iglesia. Ser sepultados allí significaba reafirmar un legado pastoral más mariano, humilde y cercano al pueblo que hacerlo en la grandiosidad de San Pedro.
La Salus Populi Romani: madre de Roma

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En una capilla lateral se venera desde el siglo VI la imagen de la Salus Populi Romani, traída probablemente desde Oriente. Este icono se integró a la liturgia papal como custodia de Roma. Se le atribuye haber protegido la ciudad en tiempos de peste, guerra y calamidad. Fue llevada en procesión por Gregorio Magno (593), por Pío V antes de la batalla de Lepanto (1571) y coronada como Regina Mundi por Pío XII (1954).
El papa Francisco tuvo especial devoción por esta imagen. La visitó más de cien veces: al inicio de su pontificado, en 2013, y antes y después de cada viaje apostólico. En marzo de 2020, en plena pandemia, caminó solo por una Roma desierta para rezar ante ella. Francisco concedió a la Virgen Salus Populi Romani la Rosa de Oro, símbolo de bendición papal que se entrega desde el siglo XI a figuras o templos marianos de especial importancia.
España y Santa Maria Maggiore: una alianza espiritual
Durante siglos, Santa Maria Maggiore se consideró la iglesia nacional de España en Roma. Allí se celebraban misas por los reyes, acción de gracias o vigilias por la Inmaculada Concepción. Muchos estudiantes del Colegio Español de San José, fundado en 1892, acudían a orar ante la tumba de san Jerónimo, autor de la Vulgata –la traducción al latín vulgar de la Biblia– y figura clave para la teología española.
Ignacio de Loyola eligió Santa Maria Maggiore para celebrar su primera misa como sacerdote. La basílica, a su vez, acogió a varias generaciones de jesuitas –que, recordemos, es la orden a la que pertenecía Francisco–. En este sentido, se convierte en una extensión física del carisma ignaciano: lugar de envío, contemplación y confianza en la Virgen.
La decisión del papa Francisco es un acto de coherencia espiritual que corona un pontificado marcado por la humildad desde el deseo de que la Iglesia esté cerca de los que sufren. Francisco inscribe su legado en una narrativa de ternura, pobreza evangélica y fidelidad al Evangelio.
Santa Maria Maggiore no es solo una basílica. Es un símbolo. En tiempos de fractura e incertidumbre, su decisión señala un rumbo: volver al origen, al pesebre, a la Madre, como centro de la Iglesia.
Anna Peirats, IVEMIR-UCV, Universidad Católica de Valencia
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.