La dimensión del profundo pozo en el que ha caído la realidad nicaragüense la demuestran cada día nuestras reacciones ante los hechos cotidianos: nos alegramos del destierro de 19 personas porque cualquier otra opción solo podría ser peor. 19 obispos y sacerdotes que habían sido secuestrados sin motivo, usados como escarmiento y como modelos ejemplares del perpetuo estado de terror en el que hay que acostumbrarse a vivir, y que eran moneda de cambio para una negociación entre Estados que sigue vaciando el país de voces críticas. Así que expulsarlos a Roma y acallarlos solo puede ser visto como un detalle cortés de la magnanimidad del buen gobernante: ¡Con lo que podía llegarles a pasar, y solo los confina al otro extremo del Atlántico!
Quedan en las cárceles decenas de presos políticos que esperan su turno para ser parte de otro canje, o de que alguien abogue por ellos en una mesa específica. De más está decir que nadie puede asegurar que a medida que van saliendo unos, no entren otros a la celda a la semana siguiente. Incluyendo más curas, claro. A no ser que en la letra pequeña del acuerdo entre el Vaticano y el régimen de Nicaragua se estableciera una cláusula de salvaguarda para los futuros hombres con sotana. Todo esto, en fin, refleja la perversidad a la que nos quieren arrastrar con un juego en el que siempre acaba ganando el mismo bando. Cada aparente avance y cada noticia positiva significa al mismo tiempo un enroque más intenso de quien no quiere moverse de su poltrona.
Negociar en estas condiciones es un esfuerzo que se intuye arduo: jamás se transa en esos lugares sobre la ampliación de espacios de libertad, avances democráticos o transparencia electoral. El único fin son las condiciones para liberar grupos de rehenes cuyas vidas están sometidas a torturas físicas y psicológicas. Y admito que es una buena razón para sentarse, sin duda, o 19 razones en esta última hornada, para ser más precisos. Pero seguir en este disparate implica aceptar unas reglas tramposas sostenidas sobre la base de la fuerza. ¿Qué quedaría de todo esto sin la amenaza y el chantaje permanentes, sin paramilitares rondando las avenidas y sin cientos de miles de expulsados del país? Cuando el delegado del papa asume las “respetuosas y discretas coordinaciones” para liberar a los reos no se nos quita el recelo de que está intercediendo solo por los suyos, pero mañana alguien tendrá que pensar en los que quedan, y en los que vendrán.
En cualquier caso, como nada dura para siempre y en algún momento las condiciones cambiarán, ya hay que prepararse para cuando del otro lado de la mesa se siente alguien dispuesto a algo más que a perdonar vidas. Descartadas las opciones de la insurrección o de cualquier atajo que incluya la violencia armada, la oposición nicaragüense tiene un reto mayúsculo: primero, crear un ecosistema de visiones alternativas al actual statu quo que confluyan en una propuesta lo más unitaria posible en lo programático, pero no para asaltar el poder a corto plazo ni para ir a unas elecciones ilusorias, sino para explicar desde ahora que hay otra Nicaragua posible, y sin duda mucho mejor que esta. Es decir, distintos actores, con distintas ideologías, e incluso con distintas voces, pero transitando por un camino único y con objetivos comunes para llegar a un consenso sobre la democracia deseable. Y, sobre todo, hacerse inteligibles, lo cual implica que el resto de la población entienda y asuma esta vía como una propuesta real y palpable para el futuro.
Pretender hablar en la actual coyuntura de líderes, votos, partidos o palabras análogas de la jerga electoral es hacer castillos en el aire. Algunos pretenderían ir a la mesa de negociación con la urna bajo el brazo, como si enfrente tuvieran ya a alguien dispuesto a competir con sus mismas armas. Mientras unos vayan con papeletas y los otros con AK-47 no va a ser factible ningún diálogo serio. Y es que el principal obstáculo para avanzar sigue siendo que todavía no hay un interlocutor fiable en la silla de enfrente. Se añade muy alegremente que con la dictadura no hay nada que negociar, lo cual es cierto, pero se olvidan del adjetivo que tanto resquemor provoca aún en los puristas: con la actual dictadura, pero quien sabe después.
En el país imaginario que muchos quisieran parece que el mal desaparecerá por arte de magia, que el orteguismo se evaporará como la niebla bajo el sol, que los sandinistas de corazón se convertirán en piedras y que el pensamiento único reinará por los siglos de los siglos. Y más: que cuando haya que negociar en serio con alguien no será con ningún enemigo sino con una cohorte de lacayos que nos ofrecerán en bandeja todo lo que les pidamos. Pues ya me encargo yo mismo de desengañarles: si no media un suceso imprevisible de sombrías consecuencias, y una vez pasada la página del actual período de inmovilismo (la biología actuará y no entiende de ideologías), llegará quien abra una rendija hacia la transición ordenada y será el momento de actuar.
No dudo de que ya existen personas en los círculos concéntricos del poder que ansían la llegada de ese escenario, pero nadie dará el paso, al menos abiertamente, hasta que cambie la configuración del vértice superior de la pirámide. El miedo a perderlo todo y de manera demasiado rápida es real, y si no díganselo a algunos magistrados pata negra que ayer estaban sentados en el estrado y hoy purgan su flacidez en el banquillo. Pero esa oposición minoritaria que se jacta de ser tan radical y de no querer hablar con nadie que no piense como ellos es el otro obstáculo por salvar cuando llegue el momento propicio. Y por ello la unidad es necesaria, no como un mantra repetido y vacío de significado, sino porque el esfuerzo que hay que hacer ahora repercutirá en cómo de preparado se esté cuando toque hablar de tú a tú con quien se disponga a escuchar. Y la única razón para hacerlo será porque el enemigo de hoy crea que es mejor salvarse a sí mismo que acompañar a su jefe al hoyo, y sería un error empujarlo también al precipicio.
Toda negociación implica cesiones, solo es una cuestión de magnitudes. Hasta dónde haya disposición a ceder es una de las claves, porque hay líneas rojas en ambos bandos. Pero insisto: habrá que verse un día cara a cara entre personas antagónicas, y habrá que llegar ahí con los deberes hechos. Y justo ahora es el tiempo de tránsito entre una pesadilla que termina y un panorama incierto que se abrirá pronto: de la capacidad de gestionar la generosidad, de no transigir ante el horror del pasado reciente, y de pensar más en los hijos y los nietos que en nosotros mismos, dependerá la Nicaragua del mañana. Esa que se construye desde ahora, con discreción y con el menor ruido posible, para que las voces libres regresen a las calles y las plazas, y sea de nuevo posible la convivencia entre gente muy distinta.