Cuando a principios de este siglo China desembarcó en América Latina de la mano de su estrategia de «Salir Afuera», cuyo objetivo era promover la internacionalización de sus empresas estatales para garantizar su abastecimiento de recursos naturales, no había referencias. El coloso económico aterrizaba en la región con una llamativa carta de presentación: una transición exitosa desde el maoísmo, un mercado potencial de 1.400 millones de consumidores y un formidable músculo financiero para invertir y construir infraestructuras.
En consecuencia, seducidos por la mitología del «milagro chino» y por las oportunidades que se vaticinaban, varios gobiernos latinoamericanos se echaron en brazos del gigante. Más de dos décadas después, no se puede negar el impacto positivo de China en la región en cuanto a financiación, construcción de infraestructuras o creación de empleo. Sin embargo, tenemos ya suficiente visión de campo como para afirmar que la presencia china ha sido problemática por su impacto socioambiental o laboral, la falta de transparencia o las dependencias generadas.
Uno de los ámbitos en los que la realidad queda enterrada detrás de las grandes cifras es el del comercio. China es el primer o segundo socio comercial de buena parte de los países regionales. Sin embargo, recientes informes publicados por CADAL sobre los efectos de los tratados de libre comercio (TLC) entre China y Costa Rica, Chile y Perú arrojan conclusiones incontestables. La principal, que en los tres casos el ganador de la relación es China. Ésta alcanzó sus objetivos mientras sus socios latinoamericanos vieron sus expectativas total o parcialmente frustradas.
El TLC con Costa Rica tuvo para Pekín importancia política. Dio continuidad a la ruptura del país centroamericano con Taiwán cinco años antes y fue la primera ficha del efecto dominó que aisló diplomáticamente a Taiwán en la subregión. Desde 2017, cinco países centroamericanos aliados de la isla rebelde establecieron relaciones diplomáticas con Pekín. Y pasó lo previsto: a principios de 2024 entró en vigor el TLC con Nicaragua, mientras otros tres –Honduras, Panamá y El Salvador– están negociándolos.
La mejor forma de mitigar la fiebre de estos países por cerrar a toda costa un TLC con Pekín es comprobar que las expectativas comerciales costarricenses no se vieron correspondidas. Una década después de su entrada en vigor, las exportaciones a China siguen muy por detrás de las ventas a Estados Unidos, la Unión Europea y otros países vecinos, como Guatemala. Al contrario, los productos chinos han inundado el mercado costarricense, con un incremento de las importaciones del 431% que ha provocado un déficit comercial preocupante para Costa Rica. Además, el TLC ni siquiera ha servido para impulsar la inversión china, que se mantiene en niveles insignificantes.
En Perú el TLC ha institucionalizado un marco jurídico estable para el comercio y la inversión. Pero detrás del fabuloso aumento de las exportaciones peruanas, las cuales pasaron de 5.580 millones de dólares en 2010 a 20.670 millones en 2022, se esconde un escenario más revelador. El cobre, el hierro y otros minerales, que suponen el 86% de las exportaciones, ya tenían arancel cero antes del TLC; por tanto, no parece que se pueda atribuir el aumento al tratado sino, acaso, a la voluntad de China de atender la necesidad estratégica que le llevó a América Latina y que es garantizarse su suministro de recursos naturales.
Ya que el comercio vinculado a los recursos aporta poco valor, más decepcionante es que Perú no haya logrado diversificar su canasta exportadora con China. En los 13 años de vigencia del TLC, la venta de bienes de los llamados sectores no tradicionales, que como el agrícola o el textil aportan valor añadido a la economía, no sólo no alcanza el 4% del total exportado al país asiático sino que además ha disminuido en términos porcentuales. Justo lo contrario que las exportaciones peruanas de productos de valor añadido a EEUU y la UE, que suponen el 50% y el 56% respectivamente.
Algo similar pasa con Chile. China es el destino del 41% de sus ventas exteriores totales y, de ellas, el 79% son de cobre y litio. Ello significa que la relación con China ha consolidado en Chile –como en Perú– un patrón primario-exportador que ha supuesto, además, una renuncia a la industrialización. Las cifras hablan por sí solas y demuestran que Chile ha preferido concentrar que diversificar. En 2022 exportó cobre, litio y hierro por valor de 32.267 millones de dólares; y cerezas, salmón, ciruelas y carne por 2.328 millones.
Aunque a nadie escapa que las barreras fitosanitarias han sido un factor clave que perjudica el acceso al mercado chino de muchos productos agrícolas latinoamericanos, en Chile hay poco debate acerca de las consecuencias que esta creciente doble dependencia –de China y del monocultivo del cobre– podría tener para el país en una coyuntura de crisis económica o geopolítica. A ese riesgo hay que sumar las represalias comerciales con las que Pekín suele castigar a los países con los que tiene un desencuentro político, como bien saben Noruega, Japón, Lituania o Australia, entre otros.
Un comercio basado en los recursos naturales, los obstáculos para diversificar la canasta exportadora con China, las fuertes dependencias que se generan y la ausencia de valor añadido para las economías latinoamericanas en su relación con Pekín ponen en cuestión que China y sus socios se beneficien por igual de su relación comercial. Este contexto no ha impedido a Ecuador ser el último país regional en tener vigente un TLC con China, luego de una negociación exprés que duró 10 meses. La retórica win-win (ganar-ganar) prevaleció sobre las evidencias del lado oscuro.