Imagine que despierta en 1932 en cualquier ciudad estadounidense. Al pedir su habitual taza de café, descubre que su precio se ha duplicado respecto al año anterior. No porque el café escasee, sino porque importar granos colombianos ahora cuesta mucho más debido a nuevas barreras comerciales. Esta situación se repite con azúcar, té y cacao, artículos cotidianos que, repentinamente, se convirtieron en productos de alta gama.
Este cambio dramático tuvo origen en una de las decisiones más perjudiciales en la historia económica moderna: la Ley Arancelaria Smoot-Hawley, promulgada en junio de 1930. Esta ley, promovida por el senador Reed Smoot y el congresista Willis C. Hawley, tenía como objetivo proteger a los agricultores estadounidenses tras el colapso bursátil de 1929.
Sin embargo, el proyecto inicial fue rápidamente ampliado por presión de lobbies industriales, extendiéndose a más de 20 000 productos, incluyendo bienes manufacturados, con aranceles promedio del 40 % y, en algunos casos, superiores al 100 %.
Lejos de ayudar a la economía, esta medida contribuyó al colapso del comercio internacional. Países como Canadá, Francia, Italia, Alemania y Reino Unido respondieron con sus propios aranceles punitivos sobre productos estadounidenses. Estas represalias arancelarias crearon una reacción en cadena: la cooperación internacional se debilitó, las exportaciones estadounidenses cayeron un 61 % entre 1929 y 1933 y el comercio mundial se contrajo más de un 60 %.
Esto agravó aún más la Gran Depresión, afectando especialmente a las economías dependientes del comercio exterior y exacerbando las tensiones geopolíticas de la década de 1930.
Consecuencias globales y la lección olvidada
La inflación disparada, la destrucción masiva de empleos y la disminución de la calidad de vida se convirtieron en testimonios dolorosos del fracaso del proteccionismo.
La contracción del comercio global no solo paralizó industrias clave, sino que desestabilizó economías enteras que dependían de las exportaciones para sostener su crecimiento. Las monedas se devaluaron, los déficits fiscales se dispararon, y los sistemas financieros colapsaron en cadena.
Así, la década de 1930 no solo fue testigo de una crisis económica, sino de una transformación del sistema internacional alimentada, en parte, por decisiones comerciales y políticas equivocadas. Una lección histórica que, como demuestra el caso contemporáneo de los aranceles de Trump, sigue siendo ignorada por líderes que priorizan medidas populistas de corto plazo por encima de la estabilidad económica global.

¿Por qué los aranceles nunca cumplen su promesa?
Tras décadas de avances en liberalización comercial impulsados por organizaciones multilaterales como la Organización Mundial del Comercio, Naciones Unidas y la OCDE, parecía que las lecciones habían sido aprendidas. Sin embargo, el segundo mandato presidencial de Donald Trump revivió inquietantes paralelismos con Smoot-Hawley.
La evidencia histórica y contemporánea muestra claramente que los aranceles rara vez funcionan como una herramienta efectiva de protección económica. En un sistema global interdependiente, las cadenas de suministro cruzan múltiples fronteras antes de llegar al consumidor final. Incrementar aranceles resulta en mayores costes de producción, perjudicando tanto a consumidores como empresas, incluso en los países que los implementan.
Además de Estados Unidos, otros países también han recurrido al proteccionismo con resultados adversos. Argentina, por ejemplo, implementó durante décadas una política de sustitución de importaciones con aranceles elevados y restricciones comerciales. Aunque inicialmente promovió el desarrollo industrial, a largo plazo provocó una pérdida de competitividad, inflación elevada y dependencia del Estado para sostener sectores ineficientes.
Brasil tuvo una experiencia similar: en los años 80 y 90 del siglo pasado, sus barreras arancelarias protegieron temporalmente a ciertas industrias, pero también redujeron la calidad de los productos y frenaron la innovación tecnológica.
India, hasta las reformas económicas de 1991, aplicó uno de los regímenes arancelarios más proteccionistas del mundo, lo que limitó su inserción en el comercio global y retrasó su crecimiento económico.
El proteccionismo genera efectos negativos encadenados:
- Incremento de precios para los consumidores.
- Pérdida de competitividad empresarial y destrucción de empleo.
- Reducción del crecimiento económico global debido a la incertidumbre y disminución del comercio internacional.
Hacia una economía cooperativa y resiliente
La historia económica, desde la Ley Smoot-Hawley hasta la reciente guerra comercial promovida por Trump, demuestra con claridad que el proteccionismo no sólo es ineficaz, sino contraproducente. En un mundo donde las cadenas de valor son globales y la innovación depende de la cooperación transnacional, cerrar fronteras económicas debilita la resiliencia colectiva.
El proteccionismo puede parecer una solución inmediata ante crisis económicas o presiones internas, pero sus consecuencias a largo plazo son casi siempre más costosas que sus aparentes beneficios. En lugar de fortalecer industrias nacionales, las aísla; en lugar de proteger empleos, destruye oportunidades a futuro.
Aquella taza de café de 1932 se transformó en símbolo de una economía encerrada sobre sí misma. En 2025, podrían ser baterías de coches eléctricos, medicamentos o alimentos básicos los que nuevamente nos recuerden el alto costo de interferir negativamente en el comercio global.
Apostar por la cooperación internacional, la diversificación de mercados y la inversión en competitividad sostenible se revela hoy, más que nunca, como la única vía inteligente.
Deniz Torcu, Adjunct Professor of Globalization, Business and Media, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.