El muerto estaba muy muerto pero había que rematarlo. La reciente aprobación en Hong Kong de una controvertida ley de seguridad nacional pone fin a lo que Hong Kong era en 1997, año en el que China recuperó después de un siglo y medio la soberanía de la excolonia británica. Hace 27 años el territorio era el mejor ejemplo de prosperidad y libertad en Asia. Un modelo de éxito asentado en el imperio de la ley, en instituciones fuertes, en la separación de poderes y en una sociedad civil vibrante, incluida una prensa que ejercía implacablemente su función de someter a escrutinio al poder.
De todo aquello no queda hoy prácticamente nada. La promulgada ley de seguridad nacional que desarrolla, de acuerdo con el artículo 23 de la Ley Básica (la llamada mini Constitución de la isla), los delitos de traición, secesión, sedición o subversión contra el gobierno central, entre otros, de algún modo culmina la involución de un Hong Kong finalmente reconducido al redil de la disciplina del Partido Comunista chino, como una provincia china más. Hace un cuarto de siglo muchos optimistas creían que la democratización de China sería inevitable. Hoy, la cruda realidad es bien distinta: un Hong Kong democrático destruido.
ONG y voces disidentes critican la definición «amplia e imprecisa» de términos como «secretos de Estado» o «injerencia exterior», además de la severidad de las penas que contempla la ley. Acusados de traición, insurrección e incitación al motín a miembros de las Fuerzas Armadas chinas se enfrentan a cadena perpetua. Por espionaje o sabotajes que pongan en peligro la seguridad nacional o dañen la infraestructura pública, hasta 20 años. Y hasta 14 años por participar en actividades de organizaciones prohibidas, 10 años por revelar secretos de Estado y 7 años por sedición, una acusación que no exige el requisito de “intención violenta˝.
Según The Times, los hongkoneses podrán «ser condenados y encarcelados por sedición por conservar ejemplares antiguos de periódicos», como del clausurado diario prodemocrático Apple Daily. La nueva legislación también tipifica el delito de «traición por imprudencia», que castiga con hasta 14 años de cárcel a quien tenga conocimiento de una conducta que «atente contra la seguridad del Estado» y no la denuncie. Además contempla detenciones policiales sin cargos de hasta 16 días y la negación a representación letrada en las primeras 48 horas.
El intento anterior de introducir esta legislación fracasó en 2003, luego de un amplio rechazo popular y una manifestación de medio millón de personas que obligó a las autoridades a retirarla. Ahora, como botón de muestra de cómo han cambiado las cosas en Hong Kong, la ley salió adelante con unanimidad patriótica en el Legislativo local: 89 votos a favor, cero en contra. Sin embargo, los críticos no dudan acerca del verdadero propósito de la ley: silenciar toda crítica a las autoridades y garantizar que la más mínima disidencia no quede impune. Para Chris Patten, último gobernador británico de la excolonia, supone «otro gran clavo en el ataúd de los derechos humanos y el Estado de Derecho en Hong Kong y una nueva y vergonzosa violación de la Declaración Conjunta».
En la Declaración Sino-británica de 1984, un tratado internacional vinculante firmado por Margaret Thatcher y Deng Xiaoping, se pactó el traspaso de poderes y los términos de la transición, que recogían el compromiso de Pekín a conceder un alto grado de autonomía y a mantener los valores de Hong Kong hasta el año 2047, todo ello bajo la fórmula de «un país, dos sistemas», que encajaba el capitalismo hongkonés dentro del sistema autoritario chino. Se garantizaban así los derechos y libertades, la independencia judicial, el imperio de la ley y la libertad de prensa y asociación durante 50 años.
Pero Pekín no tardó en deshonrar ese compromiso. Las injerencias del gobierno chino en Hong Kong y la percepción de la ciudadanía de que sus libertades estaban erosionándose desataron, en 2014, la «Revolución de los paraguas». Las llamadas fuerzas prodemocráticas que se resistían a la integración acelerada de Hong Kong en China continental tomaron las calles, paralizando la ciudad de forma intermitente durante cinco años de caos y batallas campales contra la policía. En 2020 Pekín dijo basta e impuso la ley de seguridad de China en Hong Kong. Cientos de activistas y estudiantes fueron detenidos.
Desde entonces, al menos 68 han sido condenados y se calcula que más de 200.000 hongkoneses se han visto obligados a emigrar. Muchos activistas y ONG, entre ellas Amnistía Internacional o Human Rights Watch, y muchos periodistas y medios como el New York Times, el Wall Street Journal o AFP, tuvieron que trasladar su sede regional fuera de Hong Kong. El éxodo de capital, talento y empresas es imparable.
En 2021, Hong Kong reformó la ley electoral para reducir a un 22% los asientos elegidos por sufragio universal directo en el Consejo Legislativo, además de introducir el requisito de idoneidad patriótica en la preselección de los candidatos. Se explica así la unanimidad en la tramitación y votación de la ley de seguridad doméstica. John Lee, jefe del Ejecutivo hongkonés, afirmó que dicha ley protege contra los invasores. «Debemos entender correctamente que debe haber un país antes que dos sistemas, y los dos sistemas no deben utilizarse para resistir a un país», concluyó.
Un Hong Kong irreconocible para los que hemos vivido allí.