La peligrosa obsesión de los caudillos

Por Juan Ramón Martínez, académico hondureño

Fidel Castro, Hugo Chávez y Daniel Ortega

Todas las “revoluciones” latinoamericanas, sin excepción, han fracasado por su debilidad interna o derrotadas por sus adversarios. Bukele, en una sola elección, desapareció al FMLN después de que este partido había gobernado en dos periodos; e incluso, le había llevado a la alcaldía de San Salvador. La cubana, después de 60 años, ahora todos sabemos que es un fracaso total sin alternativas internas, porque los cubanos a manos de una educación castrante, no saben que tienen voluntad de ejercer su soberanía. Nicaragua se ha transformado en una satrapía, en que esta –desde adentro– ha terminado con la revolución. Y Venezuela, que nunca fue más que un espectáculo de un político desbordado por las urgencias orales, se ha convertido en un fracaso que avergüenza incluso a los que alguna vez creyeron que la revolución era el camino para lograr el desarrollo. En fin, México, que fue una carnicería inicial –idealizada por los intelectuales– terminó en una “dictadura perfecta” que ahora, bajo el nombre de Morena, López Obrador ha puesto de pie. De la boliviana en 1952, nadie se acuerda siquiera.

El fracaso de las revoluciones latinoamericanas tiene que ver, sin duda, con su talante totalitario y el espectro siempre amenazante, de la figura tormentosa del caudillo. Individual o colectivo. Y, su brillante incompetencia. Castro, Paz Estensoro, Vargas, Elías Calles, Ortega, Correa, López Obrador y Morales, nunca han sido y menos lucido como demócratas. La revolución, el cambio social político y económico, fue una excusa para disimular esa enfermedad latinoamericana, conocida como incapacidad para vivir fuera del poder. Y, la única solución para ellos, ha sido la reelección, suya o de sus acólitos –incluidas sus mujeres– y al final, la dictadura que ahora, peligrosamente, tiene carácter familiar.

El caudillo es un “invento” latinoamericano. Mezcla de las herencias del “chamán” y del “segundón” árabe-español, que tiene en Maquiavelo, la justificación para mantenerse en el poder si no se los quitan a la fuerza. Manejando la legitimidad de sus habilidades personales y la represión ciudadana. Las tesis cristianas de Tomás de Aquino, que legitima el poder por su servicio, es modificada por el caudillo que, convertido en el infinito guardián de la vida de todos, es el eterno defensor de inventados peligros y el hábil constructor de “relatos” en los que se obliga a pensar que el pueblo no puede vivir sin su “excelencia”, el máximo líder.

Esta visión política, aunque se disfrace de ideologías, es estrictamente personal. El caudillo por el caudillo. Fidel Castro fue más castrista que marxista. Ortega es más “orteguista” que marxista, así como López Obrador es más dueño de sí mismo que heredero de Madero, Villa o Felipe Ángeles. Y sus obras políticas, extrañamente, donde más daño hacen es en el interior de la conciencia popular. Los cubanos no son en Cuba, un pueblo. Han perdido la iniciativa. En Nicaragua se levantaron y Ortega destruyó a sus líderes. En México habían destruido al PRI e iniciado la democracia; y ahora López Obrador reinicia, otra vez, la segunda parte de la “Dictadura perfecta”, como la llamara genialmente Vargas Llosa.

Todas estas dictaduras de izquierda y de derecha que hemos tenido anulan la iniciativa de los pueblos y de las personas, exaltando a los caudillos, casi siempre inútiles “graduados” que solo construyen pobreza, abandono y soledad en nuestros pueblos. Que en vez de facilitar el desarrollo en nombre de una igualdad negativa –hacia abajo– han precipitado al continente en la pobreza. Estados Unidos y Canadá se han salvado, especialmente el primero que tiene robustas instituciones para encarcelar a los políticos e impedir que hagan daño.

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