El derecho internacional establece el respeto y la inviolabilidad de las misiones diplomáticas y las oficinas consulares. Cualquier acción que viole este principio, como lo hizo el gobierno de Ecuador con la Embajada de México, debe ser fuertemente rechazada. Sin embargo, quien tiene menos autoridad moral para opinar sobre este asunto es Daniel Ortega, dictador de Nicaragua. Fue precisamente Ortega quien violó de manera inédita la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Managua hace dos años. Ortega y Murillo han exhibido uno de los comportamientos más arbitrarios frente al derecho internacional.
A primera vista, el involucramiento de Daniel Ortega en el conflicto entre Ecuador y México parece una maniobra oportunista para desviar la atención de su propio historial de violaciones a los derechos humanos y al derecho internacional. Al expresar solidaridad con México y condenar las acciones de Ecuador, Ortega busca proyectarse como defensor de la soberanía y el derecho internacional, a pesar de ser el más flagrante violador de los principios del derecho interamericano. Esta postura hipócrita desnuda la magnitud de la doble moral y la decadencia de la dictadura sandinista de los Ortega Murillo, así como la megalomanía y desubicación de la pareja dictatorial. No se trata solo de cinismo, es mucho más que eso.
Ortega se ha caracterizado por un constante desprecio al derecho internacional, tanto de las normas interamericanas como de los tratados y declaraciones fundamentales del sistema de Naciones Unidas. Por ejemplo, ha desconocido en todo momento las resoluciones de la OEA y la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, a pesar de que la misma constitución de Nicaragua reconoce como obligatoria la competencia de dicha Corte.
En un acto que ha sido motivo de burla pública, Ortega insiste en presentarse como un estadista relevante en el ámbito internacional. Sin embargo, esto deja al descubierto una política exterior incoherente, cínica y descabellada. En el fondo de todo este comportamiento hay una megalomanía que tanto el dictador como la vice dictadora comparten. En el hermetismo del búnker donde viven, se han convencido de que son escuchados, cuando incluso sus antiguos amigos en la región hacen lo posible por tomar distancia. Al involucrarse en conflictos internacionales como el de México y Ecuador o la guerra de Israel contra Hamás, Ortega busca presentarse como un actor relevante en la escena global, mientras ignora descaradamente los principios del derecho internacional en su propio país.
Su doble moral se hace evidente al demandar a Alemania por su apoyo a Israel, mientras él mismo viola tratados básicos como la convención que prohíbe la apatridia al deportar a sus propios nacionales.
Esta conducta surrealista demuestra un profundo desinterés por la justicia y la legalidad internacional, y hace evidente el mundo absurdo en el que habita la pareja Ortega-Murillo. Su hipocresía alcanza el punto máximo al ofrecer asilo a figuras como Ricardo Martinelli, mientras deporta y despoja de la nacionalidad a sus propios ciudadanos opositores. Sin embargo, no sería adecuado atribuirle a la locura la razón de todas estas burlas al derecho internacional. Es fundamental insistir en que lo que para muchos son actos de desequilibrio y cinismo son manifestaciones de un patrón de comportamiento que está convirtiendo al Estado de Nicaragua en un problema para la estabilidad regional. Navegando con esa bandera del desquicio y la doble moral, Ortega está dispuesto a provocar una crisis subregional que podrían tener consecuencias graves. Además de ser un dictador que pisotea la dignidad y los derechos de su propio pueblo, es una amenaza para la estabilidad y la paz en Centroamérica.