Por Centroamérica 360 y Literal
Parte I de III
Era un policía de rostro duro, rastros de acné en las mejillas y cicatriz vertical sobre la ceja derecha; la barba y el bigote eran negros con raíces blancas de cana; tenía las manos grandes y toscas; usaba un reloj Casio de carátula grande en la muñeca izquierda y una pulsera metálica en la derecha; apestaba a tabaco y su mirada de ojos grandes medio abotagados era amenazante “como una escopeta apuntándote”
“Aquí dice que en cinco meses tu hija va a cumplir 15 años, perro”, le dijo el guardia. Hablaba con sorna, el insulto fijo al final de cada comentario. “No tarda en salir panzona, cerote”. Y volvía: “No la vas a acompañar y la chavala va a bailar el vals con el nuevo querido de tu mujer, rata”. Inagotable la ofensa: “¿Ya sabes que te las pegó con el abogado, mierda?”.
Usualmente tenía un folder en la mano del que extraía fotos de él en las protestas alrededor de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN-Managua); otra en la iglesia don Bosco hablando con un cura; otra en el mercado Huembes por el sector de artesanías, comprando una camisa de béisbol de Nicaragua, con los colores azul y blanco de la bandera nacional. “Tobías” pidió que le zurcieran en el dorsal “Alvarito Conrado” y el número 19, alusivo a la fecha del 19 de abril, día en que la protesta contra la dictadura se generalizó.
“Te tenemos controlado y hecho mierda, terrorista hijueputa”, le dijo el oficial. “Tobías”, de 38 años entonces, llevaba ya varias semanas detenido en El Chipote desde la caída del tranque de la UNAN-Managua, el 13 de julio de 2018.
Lo agarraron un día después del asalto paramilitar al recinto ocupado por los estudiantes rebeldes, cuando iba a tomar el bus a Masaya frente a la Universidad Centroamericana. Luego tomaría un bus a Rivas y desde allí saldría por veredas a Costa Rica.
Cayó aturdido y los otros dos lo colocaron violentamente boca abajo; uno de ellos le presionó la cara contra el piso y le puso una rodilla en la espalda, mientras el otro le estiraba las manos con violencia para colocarle las esposas.
Lo alzaron entre los tres y lo lanzaron sobre la tina de la camioneta y empezaron a patearlo aun cuando el vehículo arrancó violentamente.
Cinco meses de terror y dolor
“Tobías” denunció en febrero de 2019 en San José, ante la Asociación Nicaragüense Pro Derechos Humanos (ANPDH), que estuvo casi cinco meses detenido en el antiguo centro de detención de la Dirección de Auxilio Judicial (DAJ) El Chipote.
Dice que lo interrogaban de cinco a siete veces por semana, usualmente a medianoche y de madrugada; muy temprano en la mañana lo volvían casi inconsciente a la celda.
Lo sentaban descalzo, sin camisa y atado con esposas o bridas, a veces frente a un aire acondicionado a toda potencia; otras veces lo bañaban a manguerazos y lo podían frente a un ventilador mientras le preguntaban quién le pagaba por protestar y quién de los sacerdotes estaba al frente de las revueltas.
Los policías lo agarraban a bofetadas en la cara; le machucaban los pies descalzos con las botas; le jalaban con violencia las orejas o las patillas hasta arrancarles mechones de pelo de las sienes; le quemaron las palmas de la mano y los pies con cigarrillos y en una ocasión le pusieron una bolsa plástica negra en la cabeza para asfixiarlo.
Un día “Tobías” protestó furioso en un arrebato de coraje, cansado de tanto dolor. Escupió al torturador policial, buscando ya de una vez que lo mataran de un balazo en vez de estar sufriendo las torturas.
Entre risotadas y ofensas, le soltaron las esposas de las manos para que se peleara con uno de sus torturadores, una pelea desigual aquella en la que terminó con boca y nariz reventada, ojos morados y costillas inflamadas de tantos puñetazos. Se vomitó y el guardia que lo noqueó le embarró la cara con la sustancia: “este es tu desayuno, hijueputa tranquero”.
“Uy, sos una verga a los pijazos, alma de mierda ¿Así querías botar al comandante (Daniel Ortega)?”, se burlaba el policía torturador al verlo revolcado entre sangre y vómito.
Siete años después…
Cuando lo sacaron del centro de torturas a inicios de diciembre del 2018, “Tobías” había bajado 35 libras y le habían apeado dos dientes y una muela; cuatro uñas de los pies machacados se le habían caído y había perdido, pero no lo sabía entonces, la capacidad de dormir.
El hombre recuerda que los primeros dos años después de salir de la cárcel fueron atroces: el insomnio se apoderó de sus noches, junto a pesadillas y severos ataques de ansiedad que se desvanecían cuando empezaba a rayar el alba. “Parecía zombie todas las mañanas, desvelado, cansado, hecho mierda”, recuerda.
“A veces me quedaba dormido un ratito y de pronto oía las botas acercarse a la celda. Me despertaba quebrado, cagado o miado”, relató Tobías, desde una ciudad del Este de los Estados Unidos, a donde llegó en noviembre de 2023 mediante el programa de Movilidad Segura.
Víctima del cortisol
El epidemiólogo nicaragüense Álvaro Ramírez Vanegas es un médico con amplia trayectoria en salud pública, primero como cirujano de guerra en los años 80 y luego como director de Vigilancia Epidemiológica en Nicaragua.
Se especializó en epidemiología de enfermedades transmisibles en España y el Reino Unido y en el año 2000 emigró a Irlanda, donde abrió una clínica de acupuntura especializada en el sistema nervioso autónomo.
Desde el exilio, ha seguido de cerca la crisis sociopolítica y sanitaria de su país, denunciando el manejo del COVID-19 por parte del régimen de Daniel Ortega y las secuelas físicas y mentales de los exiliados, exprisioneros políticos y víctimas de las torturas.
Ramírez explica que el cuerpo humano está diseñado para responder al peligro. Cuando una persona se enfrenta a una amenaza, el cerebro activa una compleja reacción bioquímica que libera adrenalina y cortisol, las hormonas del estrés, preparándolo para luchar o huir.
Sin embargo, cuando el miedo y el dolor no cesan, este mecanismo de defensa se convierte en un proceso tóxico que deteriora los órganos, altera funciones vitales y destruye la salud mental y física.
El especialista, con más de 40 años de experiencia en salud pública y atención a víctimas de trauma, ha estudiado los efectos del estrés extremo y prolongado en sobrevivientes de tortura y represión.
Hasta 42 afectaciones provoca el estrés
El cortisol es una hormona producida por las glándulas suprarrenales bajo órdenes del cerebro, específicamente a través del eje hipotalámico-hipofisario-adrenal (HHA). En situaciones normales, esta hormona cumple funciones esenciales: regular el metabolismo, controlar la respuesta inflamatoria y ayudar a manejar el estrés cotidiano, explica el médico.
Sin embargo, en contextos de tortura, encarcelamiento, persecución o exilio forzado, el cuerpo se ve sometido a una descarga continua de cortisol y adrenalina.
“La intensidad del trauma determina la cantidad excesiva de hormonas del estrés producidas. Mientras más exposición o más traumas, el cuerpo humano incrementa la producción de adrenalina y cortisol, y estos niveles no son eliminados porque el sistema parasimpático —encargado de regular la relajación— no logra reducirlos”, explica Ramírez.
El problema es que el organismo no está diseñado para soportar este estado de hiperalerta por períodos prolongados, manifiesta Ramírez, quien en su clínica ha registrado hasta 42 síntomas provocados por el estrés.
Efectos devastadores del cortisol
En condiciones normales, el cortisol sube y baja según la necesidad. Pero en una persona que ha sido torturada, perseguida o forzada a huir, los niveles permanecen elevados por años, incluso décadas.
“Hemos documentado casos donde el cuerpo sigue intoxicado con estas hormonas 20 o 30 años después de la exposición al trauma”, advierte el epidemiólogo.
Los primeros síntomas pueden aparecer de tres meses a un año después del trauma, con manifestaciones como pensamientos acelerados, cansancio extremo, ansiedad, insomnio y ataques de pánico, como los que aún sufre “Tobías” tras cinco meses de encarcelamiento y tortura.
Pero con el tiempo, advierte Ramírez, la exposición prolongada a altos niveles de cortisol desencadena un deterioro progresivo en múltiples sistemas del cuerpo: sistema nervioso, sistema digestivo, sistema cardiovascular, sistema endocrino y estado emocional.
Un cerebro atrapado en el miedo
“El daño que causa el cortisol en el sistema nervioso es devastador”, explica Ramírez.
“Las personas sometidas a tortura o estrés prolongado quedan con el cerebro reconfigurado para vivir en un estado de alerta permanente. Se altera su capacidad de concentración y memoria, y cualquier estímulo externo, por pequeño que sea, se convierte en una amenaza”, explica.
Esto significa que un sonido tan inofensivo como el golpe de una puerta o el estallido de una botella puede provocar un sobresalto desproporcionado, como si el cuerpo estuviera reviviendo el trauma una y otra vez.
“El sistema nervioso queda atrapado en la respuesta de pelear o huir, como si la tortura nunca hubiera terminado”, advierte Ramírez.
Estómago que nunca descansa
El impacto del estrés crónico en el sistema digestivo es igual de severo. “El cortisol altera el equilibrio del intestino y provoca inflamación persistente”, explica el especialista.
“Esto puede manifestarse como colon irritable, acidez estomacal y estreñimiento crónico, síntomas que los pacientes pueden arrastrar durante años”, relata.
Con el tiempo, la exposición prolongada a estos niveles de estrés deteriora la mucosa gástrica, lo que puede derivar en gastritis, úlceras severas o en el desarrollo del síndrome de Crohn, una enfermedad inflamatoria intestinal crónica.
“No es solo un problema de digestión. Es un sistema que nunca tiene oportunidad de relajarse, porque el cuerpo sigue creyendo que está en peligro”, enfatiza.
Una bomba de tiempo en el pecho
El daño que deja la tortura no solo es psicológico, sino también cardiológico. “La presión arterial de estos pacientes permanece elevada porque su cuerpo sigue liberando cortisol y adrenalina en cantidades extremas”, señala Ramírez.
Esto incrementa el riesgo de hipertensión, aneurismas y fallos cardíacos. De hecho, el especialista ha observado en su investigación clínica que muchas personas víctimas de estrés prolongado sufren infartos entre cinco y diez años después de haber sido liberados.
“El daño es potencial. El corazón no puede soportar ese nivel de estrés constante por tanto tiempo sin consecuencias graves”, advierte.
Agotamiento y deterioro progresivo
Otro de los efectos más desgastantes del cortisol crónico ocurre en el sistema endocrino, explica Ramírez.
“Los niveles elevados de esta hormona interfieren con la producción de otras sustancias clave para el equilibrio del cuerpo”, detalla el médico.
“Los pacientes experimentan fatiga extrema, pérdida de líquidos y sudoración excesiva, síntomas que no se explican con análisis médicos tradicionales, pero que responden a una desregulación profunda del organismo”.
Esto significa que, aunque aparentemente parezcan sanos, su metabolismo está operando en un estado de crisis constante, impidiendo la recuperación y regeneración celular.
“Los efectos de la tortura no solo se registran en el momento del trauma, sino que se siguen manifestando años después. No es solo un problema psicológico, es un problema físico y orgánico que impacta cada sistema del cuerpo”, señala el epidemiólogo.
Cuando la medicina no puede ver el daño
Uno de los mayores desafíos en la atención a víctimas de tortura y represión es que los exámenes médicos convencionales no detectan el daño.
“Los pacientes llegan con síntomas como insomnio, ansiedad, fatiga crónica, dolores musculares y digestivos, pero cuando les hacemos tomografías, radiografías y análisis de sangre, todo parece normal”, explica Ramírez.
Este problema se debe a que la medicina tradicional no cuenta con protocolos específicos para tratar el síndrome postraumático severo.
“Los síntomas son tan diversos que los pacientes terminan viendo a distintos especialistas, recibiendo tratamientos aislados para dolores crónicos, ansiedad, colon irritable o problemas cardíacos, sin que nadie haga una conexión con la causa subyacente: el trauma y la intoxicación hormonal”, afirma el experto.
En su práctica clínica en Irlanda, Ramírez ha desarrollado un enfoque basado en estimulación del sistema nervioso parasimpático, ayudando a los pacientes a reducir los niveles de cortisol y adrenalina sin necesidad de medicación excesiva.
Sin embargo, advierte que el tiempo es un factor clave: “Cuanto antes se trate al paciente, mejores serán los resultados. No es lo mismo atender a alguien que salió de prisión hace dos meses que a alguien que ha cargado con este daño por siete años”.
¿El daño ya está hecho?
A medida que pasa el tiempo, los efectos del cortisol pueden convertirse en enfermedades crónicas. Estudios han vinculado la exposición prolongada al estrés extremo con el desarrollo de fibromialgia, Parkinson, Alzheimer e incluso ciertos tipos de cáncer.
“El cuerpo humano no está diseñado para vivir en un estado de estrés permanente. Si la intoxicación por cortisol y adrenalina se mantiene por años, el daño puede volverse irreversible”, advierte Ramírez. “En muchos casos, puede ser que ya el daño esté hecho”.
El panorama es alarmante: miles de exprisioneros políticos y exiliados forzados enfrentan un deterioro progresivo de su salud sin acceso a tratamientos adecuados.
“No basta con hablar de trauma o terapia psicológica. Debemos entender que la tortura deja una huella biológica, una destrucción sistemática del cuerpo”, concluye el especialista.
Sin un enfoque integral que reconozca los efectos fisiológicos del trauma, muchas de estas víctimas podrían enfrentar un sufrimiento prolongado y, en algunos casos, una muerte prematura, alerta el doctor.
Para él, la represión a cientos de exprisioneros políticos no solo les provocó dolor y sufrimiento en el momento, sino que se aplicó con calculado rigor para seguir consumiendo la vida de sus víctimas durante muchos años después.