Cuatro décadas han pasado desde que un hombre enfundado con sus ropas blancas y su Anillo del Pescador enfrentó a Daniel Ortega y su sandinismo y a su muchedumbre que le tenía preparado un coro de “protesta y rechazo”. Pero aquel polaco, Karol Wojtyla, el Papa Juan Pablo II, ahora un santo, afrontó con valentía toda esa orquesta y la venció con su mensaje de fe, de esperanza, de resistencia ante aquel comunismo que avanzaba por muchos rincones del planeta y en Centroamérica, Nicaragua era el abanderado de esa ideología.
Gobernaba aquel entonces el mismo Ortega que hoy ejerce dictadura y somete y destierra ciudadanos a su antojo.
El 4 de marzo de 1983, el Pontífice arribó a Nicaragua y entre muchas frases contundentes se recuerda esta: “La primera que quiere la paz es la iglesia”. Fue la respuesta de Juan Pablo II a los gritos de las masas movilizadas por el sandinismo que le gritaban a su santidad que “querían paz”, que querían la teología de la liberación (la que él tanto combatió), que querían vivir en esa su revolución que ya estaba haciendo llorar a muchos por la escasez, por la falta de libertades, por la ausencia del derecho a decidir.
Aquella noche oscura
El mismo Papa dijo, durante su segunda visita a este país centroamericano: “Recuerdo la celebración de hace 13 años; tenía lugar en tinieblas, en una gran noche oscura”.
Cuando el Pontífice llegó en el 83, fue recibido por Ortega, su mujer y actual vicepresidenta, Rosario Murillo, algunos funcionarios sandinistas y una multitud que portaba una pancarta desafiante que decía “bienvenido a la Nicaragua libre gracias a Dios y a la revolución”. Y después, tuvo que escuchar el manifiesto de Ortega, el que ponderaba su revolución.
Incluso, Juan Pablo II tuvo tiempo para reprender a Ernesto Cardenal, sacerdote y activista de la teología marxista de la liberación quien también era ministro de Cultura.
Cardenal se arrodilló e intentó besar el anillo del Santo Padre, pero este no le dejó. Y fue cuando agitó su dedo frente a él y le reprendió “usted debe regularizar su situación, usted debe regularizar su situación”. Se refería a su relación con la iglesia, con la sociedad. El mismo Cardenal lo cuenta en su libro “La Revolución perdida”.
Llegaba, dijo el Papa, “en nombre de aquel que por amor dio su vida por la liberación y redención de todos los hombres, querría dar mi aporte para que cesen los sufrimientos de pueblos inocentes de esta área del mundo; para que acaben los conflictos sangrientos, el odio y las acusaciones estériles, dejando el espacio al genuino diálogo”.
Durante la misa que ofreció, los fieles le aplaudían, mientras las turbas sandinistas le abucheaban.
“Cuídense de los falsos profetas. Se presentan con piel de cordero, pero por dentro son lobos feroces”.
Cuando el oficio religioso terminó, Juan Pablo II escuchó el himno sandinista, tras lo cual se retiró.
En la despedida, Ortega le reprochó que se hubiera retirado sin rezar por 17 jóvenes que recién habían muerto a manos de la Contra, la guerrilla antisandinista, y hasta justificó los gritos de la muchedumbre. Pero no respondió al señalamiento.
“En la fidelidad a su fe y a la Iglesia, los bendigo de corazón –sobre todo a los ancianos, niños, enfermos y a cuantos sufren– y les aseguro mi perdurable oración al Señor, para que Él les ayude en todo momento”, dijo.
“¡Dios bendiga a esta Iglesia. Dios asista y proteja a Nicaragua! Así sea”, concluyó.
Se dijo después que aquel viernes 4 de marzo de 1983, el Papa Juan Pablo II había vencido al sandinismo con su mensaje de paz.