Aquella sala de espera en Miami fue un aviso. La mayoría de los cerca de 60 pasajeros que esperábamos por el vuelo a Managua eran bastante mayores, abuelos, abuelas, uno que otro joven. Algunos hombres y mujeres maduras. Nadie hablaba mucho entre ellos. Lo necesario.
El vuelo hasta Managua fue tranquilo, sin mayores sobresaltos. Luego me daría cuenta que los pocos jóvenes que viajaban en realidad no iban a Managua sino que hacían una corta escala en su ruta definitiva a El Salvador, donde terminaba el vuelo.
Al llegar a Managua empezó el desembarque. Los más jóvenes se quedaron en el avión para continuar a El Salvador. Era mi primer viaje a Managua en cinco años y tenía muchos temores.
Salí de Nicaragua el 31 de mayo de 2018 sin planes de regresar, justo al día siguiente de la masacre del Día de las Madres, cuando paramilitares orteguistas ametrallaron una manifestación pacífica. Pero la enfermedad de mi madre me hizo volver, arriesgarme a enfrentar los interrogatorios y juegos mentales de los agentes de la dictadura en el Aeropuerto.
Lo primero que vi al aterrizar, desde la ventana del avión, fue que salvo una aeronave con el nombre de una línea aérea desconocida, no había nada más en la pista. Éramos el único vuelo de pasajeros en ese momento. Creo que yo era de los pasajeros más jóvenes, cerca de los 40 años de edad. Los abuelos y abuelas regresaban de Miami de ver a sus hijos y nietos que habían dejado el país.
El bullicioso aeropuerto Sandino que recordaba no existía más. Parecía congelado en el tiempo.
Al bajar del avión, lo que parecía ser personal sanitario ordenó hacer una fila en la que revisan los pasaportes, sin preguntas de salud. Por un momento temí que pedirían la tarjeta de vacunación del covid-19, que no traía conmigo, pero no la pidieron. Me dio la impresión que aunque tenían gabachas blancas, no eran necesariamente sanitarios sino oficiales de seguridad vestidos de blanco.
Seguidamente los pasajeros pasamos a Migración donde había una docena de oficiales migratorios y vestidos de militar. Solo cuatro de unos diez despachos migratorios estaban abiertos, sin mayor fila.
Al presentarme a la ventanilla, la oficial me preguntó que de dónde venía, me interrogó hace cuánto no estaba en el país, me preguntó estado civil, dirección, ocupación, el tiempo que estaría en mi país. La mujer era inexpresiva, con preguntas casi automáticas.
Cuando salí, no tuve que esperar por mi maleta. Eran muy pocas maletas en el único carrusel que operaba. No tomé fotos al llegar, temía que tomaran alguna represalia conmigo.
Una ciudad vacía
La Carretera Norte lucía vacía a la hora de mi llegada, casi sin tráfico, un enorme contraste con Miami. Las banderas del Frente Sandinista en los buses, en los taxis, en los postes y vallas publicitarias de la pareja de dictadores presentes por todos lados. La ciudad no parece haber cambiado nada, el montón de vendedores callejeros en los semáforos, muchachos peleándose por limpiar los parabrisas.
Salí muy poco en Managua. Mi prioridad era mi visita familiar y no quería desaprovechar los cuatro días que estaría en la ciudad. No quería problemas y la primera recomendación familiar fue: “no hablé con nadie de política, pueden ser sapos”. Sapos es el término despectivo que la población usa para referirse a los espías y simpatizantes de Ortega.
Mis familiares se quejaron mucho del costo de la vida. El único supermercado al que fui, en la carretera a Masaya, tenía de todo lo que busqué, pero los precios estaban altísimos y escasos de clientes y de cajas abiertas. Una manzana costaba casi $2 cada una, lo cierto es que todo el producto importado parecía ser un 50% más caro que cualquier supermercado de Miami. Compré algunos productos locales más por nostalgia que por necesidad para poder llevar algo a mi familia en Miami.
La salida
La salida del país no fue muy diferente. Mi vuelo era el único al final de la tarde, el mostrador estaba vacío, sin fila de gente. Me pesaron la maleta casi por procedimiento, se pasaba unas cuantas libras y no me dijeron nada. No estaban pendientes del peso o las dimensiones de mi maleta de mano, como suele suceder en estos días en cualquier aeropuerto del mundo. Parece que la actitud era no molestar a los pocos pasajeros que subían.
Luego me tocó el control de pasaportes. Todas las ventanillas de Migración tenían uno o dos oficiales, pero muy pocos pasajeros. Había más agentes migratorios que pasajeros.
Ahí me hicieron un interrogatorio: ¿cuántos días estuvo? ¿Qué vino a hacer? ¿Dónde estuvo? ¿En qué ciudades estuvo? ¿Estado civil? ¿Ocupación?. Me preguntaron tres veces en qué ciudades había estado.
El oficial revisaba página por página mi pasaporte. En un momento dado, el oficial me dijo que esperara, que debía consultar algo, se llevó mi pasaporte, caminó unos metros y se lo entregó a otro oficial que parecía ser de mayor rango. Aunque solo fueron unos cuatro o cinco minutos en los que los dos oficiales parecieron buscar mi nombre en la computadora, el tiempo se me hacía interminable. Luego vino de nuevo, me selló el pasaporte y el pase de abordar, todo eso tomó como diez minutos, mucho más largo que cualquier oficial migratorio en Estados Unidos.
Pasé a la revisión de seguridad. Una pareja terminaba de ser revisada. Ellos y yo éramos los únicos en la línea. Ahí también había más oficiales que pasajeros.
Subí a la única sala de espera que estaba abierta en ese momento, las escaleras eléctricas no funcionaban, el ascensor tampoco y tuve que subir por las gradas normales.
Pocos pasajeros. Solo dos tiendas de duty free estaban abiertas, vacías, sin clientes. Un par de quioscos con productos nicaragüenses, camisetas, gorras, bebidas alcohólicas, gaseosas, rosquillas y boquitas Diana. Nada barato. Una cafetería se veía abierta, solo había alguna repostería nicaragüense y café de máquina, gaseosas a $3 cada una. Había una especie de carretón, un quiosco donde vendían café, boquitas y algunas cosas típicas.
El restaurante que antes funcionaba al final de las salas de espera, ya no existe.
La sala de espera lucía descuidada, las alfombras mullidas, los asientos de metal bastante deteriorados. Un oficial de seguridad parecía estar pendientes de todos los pasajeros, los observaba permanentemente. Otro oficial, con uniforme verde olivo pasaba por el pasillo y observaba detenidamente.
Un grupo de sudamericanos, un par de parejas estadounidenses, una media docena de nicaragüenses, entre ellos una familia completa, abuelos en sillas de ruedas, la madre y tres jóvenes entre los 15 y 25 años. Había algunos otros centroamericanos -probablemente salvadoreños o guatemaltecos por su acento- completaban la treintena de pasajeros en la sala.
Dos empleadas de la aerolínea llamaron a todos los pasajeros y entramos sin el acostumbrado protocolo de grupos o filas. Éramos tan pocos.
Finalmente, abordamos. Al igual que en la llegada, era el único vuelo en el aeropuerto. El avión estaba lleno porque venía desde El Salvador, con muchos pasajeros.
Había logrado salir y entrar. Vi el lago de Managua y las lágrimas salieron de mis ojos. Al despegar, tristemente, sentí una gran sensación de alivio.