Se cumplen 43 años del asesinato del santo monseñor Romero

Millares de salvadoreños recuerdan entre oraciones, ofrecimientos de penitencias y en muchos casos una profunda conciencia social el homicidio de monseñor Óscar Arnulfo Romero, el único santo del país, asesinado por un francotirador de los escuadrones de la muerte el 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba una misa.

Monseñor Romero, ahora San Romero, fue el arzobispo de San Salvador desde 1977 hasta el día de su homicidio, y fue la voz más fuerte en contra de los abusos cometidos por el gobierno salvadoreño en los albores de una guerra civil que duró 12 años y que dejó más de 75,000 muertos. 

El oriundo de Ciudad Barrios, una zona cafetalera de San Miguel, en el oriente del país, tenía 67 años cuando fue asesinado. 

El crimen del mártir de la iglesia y ahora santo se mantiene en la impunidad y aunque por décadas se ha responsabilizado de este al mayor Roberto d’Aubuisson, el fundador del otrora poderoso partido de derecha Arena, nunca ha podido ser probado judicialmente.

Es, de acuerdo a críticos y analistas, el ejemplo perfecto de que en El Salvador imperaba e impera la impunidad.

Aquel fatídico lunes

El lunes 24 de marzo de 1980, cuando monseñor Romero oficiaba una misa en la pequeña capilla de la Divina Providencia, en una zona residencial de clase media de San Salvador, a eso de las 6:30 de la tarde se escuchó un disparo y el religioso cayó ensangrentado frente al altar.

Quienes servían junto a él, trataron de auxiliarlo y luego lo llevaron a un hospital, pero el arzobispo había muerto.

Fue el crimen que cambió el rumbo de un país.

Un día antes, monseñor dio la homilía que 43 años después todavía resuena en la cabeza de aquellos católicos de la vieja guardia, aquella que arrancó aplausos, como lo hacían todos sus llamamientos en los que pedía por la paz.

“Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: NO MATAR… Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la Ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre…”, dijo. Y esas palabras conmocionaron. Indignaron a aquellos que lo acusaban de estar de la mano con los insurgentes.

“En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.

Monseñor Óscar Arnulfo Romero, 23 de marzo de 1980

Esas frases y muchas otras fueron cuchillos afilados para el poder político y una especie de combustible inagotable para la izquierda, que durante todo el conflicto enarboló la causa de Romero, eso sí, con fusil en mano, exigiendo que terminara la violación desenfrenada de los derechos humanos.

Con una marcada preferencia por las causas de los pobres y los oprimidos, los descalzos y silenciados, el arzobispo, pocos años antes un hombre que se codeaba con la oligarquía criolla, marcó muchas diferencias en las luchas sociales.

Y como suele ocurrir en la eterna lucha de clases, las divisiones, aún entre los profundamente católicos, estuvieron marcadas por las posibilidades socioeconómicas y las ideologías. Los de izquierda y desposeídos amaban a Romero, los pudientes de derecha lo odiaban.

Y eso se mantiene, aunque ahora solapado, a pesar de que Óscar Arnulfo Romero es un santo desde octubre de 2018.

Cuando el papa Francisco lo canonizó, el día 14 del décimo mes, lo destacó como un férreo defensor de los derechos humanos y un ejemplo de la iglesia cercana a los pobres.

Las pasiones por Romero siguen ahí. En todas las parroquias del país hay imágenes de él. La izquierda sigue explotando sus fotos y su nombre. La derecha se persigna, aunque no necesariamente con la devoción que amerita el santo, el salvadoreño más universal de todos los tiempos.

Está sepultado en la cripta de la catedral Metropolitana, en esa iglesia donde lo enterraron un domingo de ramos, bajo las balas y las detonaciones de aquellos que sembraron el terror cuando una multitud se despedía de su obispo.

Claro, semejante figura y semejante legado pueden provocar eso y mucho más. 

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