Ganar elecciones tiene méritos indiscutibles. Especialmente cuando se hace desde la oposición; y en procesos que se complican en forma maliciosa. Pero la verdadera proeza es después de recibir el favor del electorado: gobernar para todos y en beneficio de la nación. En el siglo XIX ganaron elecciones con facilidad: Ferrera, Guardiola, Medina, Leiva, Soto, Bográn, Bonilla y Sierra. Pero cuando ejercemos la crítica y analizamos lo ocurrido después, concluimos que los gobernantes –fuera de “sostener la piedra”, vigilar a sus adversarios e intercambiar favores con los diferentes grupos políticos, económicos o sociales– hicieron muy poco por Honduras. Algunos se fueron invictos, no hicieron nada por el país.
En el siglo XX, con algunas excepciones, las cosas siguieron iguales. Los resultados no han sido singulares. Honduras sigue siendo la cenicienta de Centroamérica, uno de los países de menor desarrollo del continente. Estamos a la “altura” –hay que tener compasión hacia nosotros mismos– de Haití, Nicaragua y Bolivia. Nuestra tragedia es tal que hemos tardado 75 años para duplicar nuestras exportaciones, y seguimos como desde la colonia, creyendo que vamos a lograr desarrollarnos desde la agricultura, descuidando la industrialización y las exigencias que, desde la modernización, reclama el manejo de la información, que parece que será el paradigma del progreso de los años por venir.
La prueba de nuestra incapacidad para darle a nuestro pueblo un mejor nivel de vida la encontramos en la ineficacia de la velocidad de la cobertura del servicio de seguridad social, solo explicada a medias por el escaso desarrollo de la fuerza laboral empleada.
De modo que podemos decir que ganar elecciones no ha sido con todo lo importante. Lo significativo – casi siempre descuidado en países como los nuestros– es lo que hacemos después de las elecciones: como pactan vencedores y vencidos, los planes consensuados para hacer lo necesario y la forma como nos distribuimos las tareas. Eso solo en una oportunidad –en 1971– fue planteado como urgencia nacional, aunque con perversas intenciones por parte de los suscriptores y por el gestor principal, Osvaldo López Arellano. Pero ese fracaso no quita que la metodología haya sido y lo sea oportuna y de enorme importancia para ser considerada en estos momentos. No esta demás repetir como lo que hemos dicho: el que gobierne en 2025 enfrentará terribles dificultades que hace que urjamos claridad en las tareas, acuerdos suprapartidarios y definición de lo que es disputable de lo que no lo es, en vista de que al hacerlo se comprometerá la existencia de la nación y el compromiso para que las tareas sean dirigidas por los mejores de entre nosotros.
Honduras no aguantará cuatro años más con el PLR al frente del gobierno o de sus enemigos, haciendo lo mismo que se ha hecho hasta ahora. Seguir construyendo odios, alimentando “luchas de clases”– sin tener las clases–, favoreciendo modelos económicos fracasados o continuando en un clientelismo sin capacidad económico para sostenerlo, es llevar a Honduras al precipicio, aproximándonos al suicidio de su pueblo y a su desaparición como nación antes de 2050, como tiene pronosticado Harari.
Necesitamos urgentemente un “Pacto nacional para avanzar”. Urgimos que las iglesias –católica y evangélicas— asuman sus responsabilidades y en el cumplimiento de sus obligaciones, unan a los hondureños, animándolos para que vean y avancen en una misma dirección. Amándose los unos con los otros. Necesitamos que el Cohep deje de verse el ombligo y entienda que sin desarrollo económico no hay paz ni tranquilidad para nadie. Sin empleo y en brazos de la pobreza, nadie dormirá tranquilo. En fin, los partidos tienen que entender que su existencia solo es legítima si logran unirnos todos.